EVANGELIO DEL DÍA

miércoles, 9 de marzo de 2011

Ejercicios de la Cuaresma: la limosna, la oración, el ayuno

EVANGELIO DEL DÍA: 09/03/2011
¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68


Miércoles de Ceniza

Libro de Joel 2,12-18.
Pero aún ahora -oráculo del Señor- vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos.
Desgarren su corazón y no sus vestiduras, y vuelvan al Señor, su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad, y se arrepiente de tus amenazas.
¡Quién sabe si él no se volverá atrás y se arrepentirá, y dejará detrás de sí una bendición: la ofrenda y la libación para el Señor, su Dios!
¡Toquen la trompeta en Sión, prescriban un ayuno, convoquen a una reunión solemne,
reúnan al pueblo, convoquen a la asamblea, congreguen a los ancianos, reúnan a los pequeños y a los niños de pecho! ¡Que el recién casado salga de su alcoba y la recién casada de su lecho nupcial!
Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, los ministros del Señor, y digan: "¡Perdona, Señor, a tu pueblo, no entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?".
El Señor se llenó de celos por su tierra y se compadeció de su pueblo.

Salmo 51(50),3-4.5-6.12-13.14.17.
¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!
Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí.
Contra ti, contra ti solo pequé e hice lo que es malo a tus ojos. Por eso, será justa tu sentencia y tu juicio será irreprochable;
Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu.
No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, que tu espíritu generoso me sostenga:
Abre mis labios, Señor, y mi boca proclamará tu alabanza.

Carta II de San Pablo a los Corintios 5,20-21.6,1-2.
Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios.
A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por él.
Y porque somos sus colaboradores, los exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios.
Porque él nos dice en la Escritura: En el momento favorable te escuché, y en el día de la salvación te socorrí. Este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación.

Evangelio según San Mateo 6,1-6.16-18.
Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo.
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha,
para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro,
para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. 
Mt 6,1-6#Mt 6,16-18
Leer el comentario del Evangelio por 
San  Pedro Crisólogo (v. 406-450), Obispo de Rávena, doctor de la Iglesia.
Sermón 8; CCL 24, 59; PL 52, 208
Ejercicios de la Cuaresma: la limosna, la oración, el ayuno
     Hermanos míos, hoy empezamos el gran viaje de la Cuaresma. Por lo tanto llevemos en nuestro barco todas nuestras provisiones de comida y bebida, colocando sobre el casco misericordia  abundante que necesitaremos. Porque nuestro ayuno tiene hambre, nuestro ayuno tiene sed, sino se nutre de bondad, sino se sacia de misericordia. Nuestro ayuno tiene frío, nuestro ayuno falla, si la cabellera de la limosna no lo cubre, si el vestido de la compasión no lo envuelve.
     Hermanos, lo que es la primavera para la tierra, la misericordia es para el ayuno: el viento suave de la primavera hace florecer todos los brotes de las llanuras; la misericordia del ayuno siembra nuestras semillas hasta la floración, estas dan fruto hasta la recolecta celestial. Lo que es el aceite para la lámpara, la bondad es para el ayuno.  
     Como la materia grasa del aceite mantiene encendida la luz de la lámpara y, también con un pequeño alimento, la hace brillar para consuelo de todos en la noche, así también la bondad hace resplandecer el ayuno: desprende rayos hasta que alcanza el pleno esplendor de la continencia. Lo que es el sol para el día, la limosna es para el ayuno: el esplendor del sol aumenta la plenitud del día, disipa la oscuridad de la noche; la limosna acompaña el ayuno santificando la santidad y, gracias a la luz de la bondad, purifica de nuestros deseos todo lo que podría ser mortífero. En una palabra, lo que es el cuerpo para el alma, la generosidad es para el ayuno: cuando el alma se retira del cuerpo, le ocasiona la muerte; si la generosidad se aleja del ayuno, es su muerte.

                    

miércoles 09 Marzo 2011

Benedicto XVI: Cuaresma 2011



Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado” (cf. Col 2, 12)

Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para  la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al  cual me alegra dirigiros unas palabras específicas para que lo vivamos  con el debido compromiso. La Comunidad eclesial, asidua en la oración y  en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con  su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en  el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la  redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).
1. Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando «al  participar de la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para nosotros  «la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor,  10 de enero de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente  en la comunión singular con el Hijo de Dios que se realiza en este  lavacro. El hecho de que en la mayoría de los casos el Bautismo se  reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don de Dios:  nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de Dios,  que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia «los mismos  sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se comunica al hombre gratuitamente.
El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Filipenses,  expresa el sentido de la transformación que tiene lugar al participar  en la muerte y resurrección de Cristo, indicando su meta: que yo pueda  «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus  padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de  llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El  Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado sino el encuentro con  Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida  divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la  Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo.
Un  nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento  favorable para experimentar la Gracia que salva. Los Padres del Concilio  Vaticano II exhortaron a todos los Pastores de la Iglesia a utilizar  «con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia  cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109). En efecto, desde  siempre, la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del  Bautismo: en este Sacramento se realiza el gran misterio por el cual el  hombre muere al pecado, participa de la vida nueva en Jesucristo  Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús de  entre los muertos (cf.Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser  reavivado en cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido  análogo al catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua,  así como para los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe  y de vida cristiana: viven realmente el Bautismo como un acto decisivo  para toda su existencia.
2. Para emprender seriamente el camino  hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor —la  fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber  de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la  Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía  a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer  las etapas del camino de la iniciación cristiana: para los catecúmenos,  en la perspectiva de recibir el Sacramento del renacimiento, y para  quien está bautizado, con vistas a nuevos y decisivos pasos en el  seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a él.
El primer  domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en  esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio  a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia  fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde nueva  fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum,  n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica,  siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los  Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el  diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere  acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro  corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal.
El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros  ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la  divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que  es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un  monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como  hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado,  en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse  del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él  quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las  profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal  (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.
La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4,  7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de  Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del  don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del  Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos»  capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta  agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta  agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e  insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras  de san Agustín.
El domingo del ciego de nacimiento presenta a  Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de  nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9,  35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo  creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con  la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea  cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único  Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a  vivir como «hijo de la luz».
Cuando, en el quinto domingo, se  proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio  último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida...  ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el  momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la  esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el  Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La  comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la  muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los  muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido  último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la  resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y  definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su  vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la  luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin  futuro, sin esperanza.
El recorrido cuaresmal encuentra su  cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de  la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que  Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando  renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo  nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para  ser sus discípulos.
3. Nuestro sumergirnos en la muerte y  resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa  cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de  un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar  disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha  revelado como Amor (cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al hombre y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas est,  12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la  oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a  vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno,  que puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un  significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa  aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del  amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo—  aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a  Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de  nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de  intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los  hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).
En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener,  de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida.  El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la  Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de  la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de  los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al  hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que  promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única  fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el  corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los  cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La  tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos  bienes en reserva para muchos años... Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta  misma noche te reclamarán el alma"» (Lc 12, 19-20). La práctica de la  limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás,  para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.
En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular  abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para  vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración,  porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón,  alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La  oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de  hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia,  simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro.  En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer  que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna.
En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a  contemplar el Misterio de la cruz, es «hacerme semejante a él en su  muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda  de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo,  como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra  existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo,  superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la  caridad de Cristo. El período cuaresmal es el momento favorable para  reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida,  la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con  decisión hacia Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, mediante el  encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna  y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a  redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de  la Gracia que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas  nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa y realiza estamos  llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más  generoso y auténtico. Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María,  que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos  como ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida  eterna.
Vaticano, 4 de noviembre de 2010
BENEDICTUS PP XVI

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