¿Has comido del árbol del que te prohibí comer?
Esta lectura nos ofrece una lección magistral sobre qué es el pecado y sus consecuencias.
El pecado se entiende, en primer lugar, como «desobediencia» a un mandato divino. En el trasfondo de esta desobediencia está la desconfianza en Dios; la idea de que Dios es arbitrario cuando prohíbe tal o cual cosa; detrás está la sospecha de que Dios tiene otras intenciones que las de buscar lo mejor para sus hijos. Esta sospecha sobre las intenciones de Dios es siempre muy actual, y recorre toda la historia de la humanidad. También en el trasfondo de este pecado está el deseo de ser como Dios; un deseo en cierto modo legítimo, pues Dios ha creado al ser humano a su imagen y semejanza, y quiere que sus hijos compartan con él su alegría y su felicidad. Pero Adán y Eva quisieron alcanzar esa felicidad por sus propios medios, y no esperaron a que Dios se la concediera como un regalo.
Por lo que se refiere a las consecuencias, la primera es que hace insoportable la presencia y la mirada de Dios. De tener a Dios como un amigo y como un padre con quien se puede pasear y conversar con confianza, Adán y Eva pasaron a intentar en vano huir de su mirada ocultándose detrás de un arbusto. Otra consecuencia consiste en experimentar la desnudez, tanto física como espiritual. Adán y Eva estaban ya desnudos antes de la caída, pero no se había dado cuenta de ello hasta ahora. El pecado trastornó su mirada y el modo de sentirse mirados. El pecado no tolera la mirada ajena hacia el interior de nuestro corazón. Construye un mundo falto de belleza que instintivamente se quiere ocultar a la mirada de Dios y de los hombres. Pero no sólo daña la relación con Dios, sino que daña igualmente la relación con las otras personas que están a nuestro lado, y hace que uno no tenga la valentía de asumir las propias responsabilidades.
Cuando Dios le preguntó a Adán: «¿Es que has comido del árbol que te prohibí comer?», Adán acusó a Dios indirectamente por haberle dado a Eva por compañera: «La mujer que me diste como compañera…». Hace a Dios responsable de su propia decisión. Pero también a Eva, aquella a quien desde el mismo día que la vio la reconoció con alegría como «hueso de mis huesos y carne de mi carne». Adán no asumió su responsabilidad, sino que la proyectó sobre Dios y sobre Eva.
Por su parte Eva, cuando Dios le preguntó: «¿qué es lo que has hecho?», también trató de huir de su propia responsabilidad descargándola sobre la serpiente, que ciertamente tuvo su responsabilidad en todo este drama, pero su actuación no anula la libertad humana. Eva le responde a Dios diciendo: «La serpiente me engañó y comí». En esta respuesta de Eva descubrimos otra definición del pecado. En este caso se presenta como un «engaño». Con frecuencia se va al pecado partiendo de un engaño, como si uno tuviera un espejismo. Cuando uno toma conciencia de las consecuencias cae en la cuenta de que realmente estaba engañado. Creía que iba a alcanzar felicidad y alegría, pero se encuentra con una alegría pasajera y con una amargura que perdura.
Como vemos, el pecado tiene tanta fuerza como para dañar y, a veces, destruir las relaciones más íntimas.
Pero Dios prometió enseguida una salida a este drama. Dirigiéndose a la serpiente pronunció esas esperanzadoras palabras interpretadas por la Iglesia como el primer Evangelio, como la primera buena y alegre noticia: «…establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón». Esta versión que leemos en la liturgia procede de la traducción de la Vulgata. En cambio el Texto masorético dice: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañal». En la versión de los LXX (dos siglos antes de Cristo) el que pisa la cabeza de la serpiente no es, como dice el texto hebreo, el linaje de la mujer sino un persona singular. Guiándose por la traducción de la Vulgata, la Iglesia ha visto en María a ese personaje singular que pisa la cabeza de la serpiente; esta última es identificada en el libro de la Sabiduría con el diablo tentador.
María, precisamente aparece en el Evangelio con la actitud contraria a Adán y Eva en el Paraíso. María se muestra obediente y totalmente disponible a los proyectos de Dios. No se oculta de Dios, porque toda ella irradia la belleza divina. No tiene nada que ocultar. Su espíritu es totalmente transparente. No hay en él sombras ni oscuridades. Es un caso único y excepcional en la historia de la humanidad.
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