EVANGELIO DEL DÍA: 28/11/2010
¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68
I Domingo de Adviento
Libro de Isaías 2,1-5.
Palabra que Isaías, hijo de Amós, recibió en una visión, acerca de Judá y de Jerusalén:
Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la Casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella
y acudirán pueblos numerosos, que dirán; ¡Vengan, subamos a la montaña del Señor, a la Casa del Dios de Jacob! El nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas". Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén, la palabra del Señor.
El será juez entre las naciones y árbitro de pueblos numerosos. Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra.
¡Ven, casa de Jacob, y caminemos a la luz del Señor!
Salmo 122(121),1-2.3-4.5.6-7.8-9.
Canto de peregrinación. De David. ¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la Casa del Señor"!
Nuestros pies ya están pisando tus umbrales, Jerusalén.
Jerusalén, que fuiste construida como ciudad bien compacta y armoniosa.
Allí suben las tribus, las tribus del Señor -según es norma en Israel- para celebrar el nombre del Señor.
Porque allí está el trono de la justicia, el trono de la casa de David.
Auguren la paz a Jerusalén: "¡Vivan seguros los que te aman!
¡Haya paz en tus muros y seguridad en tus palacios!".
Por amor a mis hermanos y amigos, diré: "La paz esté contigo".
Por amor a la Casa del Señor, nuestro Dios, buscaré tu felicidad.
Carta de San Pablo a los Romanos 13,11-14.
Ustedes saben en qué tiempo vivimos y que ya es hora de despertarse, porque la salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe.
La noche está muy avanzada y se acerca el día. Abandonemos las obras propias de la noche y vistámonos con la armadura de la luz.
Como en pleno día, procedamos dignamente: basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de lujuria y libertinaje, no más peleas ni envidias.
Por el contrario, revístanse del Señor Jesucristo, y no se preocupen por satisfacer los deseos de la carne.
Evangelio según San Mateo 24,37-44.
Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé.
En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca;
y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado.
De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada.
Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada.
Palabra que Isaías, hijo de Amós, recibió en una visión, acerca de Judá y de Jerusalén:
Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la Casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella
y acudirán pueblos numerosos, que dirán; ¡Vengan, subamos a la montaña del Señor, a la Casa del Dios de Jacob! El nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas". Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén, la palabra del Señor.
El será juez entre las naciones y árbitro de pueblos numerosos. Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra.
¡Ven, casa de Jacob, y caminemos a la luz del Señor!
Salmo 122(121),1-2.3-4.5.6-7.8-9.
Canto de peregrinación. De David. ¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la Casa del Señor"!
Nuestros pies ya están pisando tus umbrales, Jerusalén.
Jerusalén, que fuiste construida como ciudad bien compacta y armoniosa.
Allí suben las tribus, las tribus del Señor -según es norma en Israel- para celebrar el nombre del Señor.
Porque allí está el trono de la justicia, el trono de la casa de David.
Auguren la paz a Jerusalén: "¡Vivan seguros los que te aman!
¡Haya paz en tus muros y seguridad en tus palacios!".
Por amor a mis hermanos y amigos, diré: "La paz esté contigo".
Por amor a la Casa del Señor, nuestro Dios, buscaré tu felicidad.
Carta de San Pablo a los Romanos 13,11-14.
Ustedes saben en qué tiempo vivimos y que ya es hora de despertarse, porque la salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe.
La noche está muy avanzada y se acerca el día. Abandonemos las obras propias de la noche y vistámonos con la armadura de la luz.
Como en pleno día, procedamos dignamente: basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de lujuria y libertinaje, no más peleas ni envidias.
Por el contrario, revístanse del Señor Jesucristo, y no se preocupen por satisfacer los deseos de la carne.
Evangelio según San Mateo 24,37-44.
Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé.
En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca;
y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado.
De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada.
Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada.
Mt 24,37-44
Elredo de Rielvaux (1110-1167), monje cisterciense
Sermón para el Adviento del Señor; PL 195, 363; PL 184, 818
«Estad en vela y orad...: así seréis dignos... de presentaros ante el Hijo del hombre»
Este tiempo de Adviento representa las dos venidas de nuestro Señor: primeramente la dulcísima venida del «más bello de los hijos de los hombres» (Sl 44,3), del «Deseado de todas las naciones» (Ag 2,8 Vulg), que manifestó visiblemente a este mundo su presencia en la carne largo tiempo esperada y ardientemente deseada por todos los santos padres: la venida en la cual vino al mundo para salvar a los pecadores. Este tiempo nos recuerda también la venida que esperamos con firme esperanza y que debemos a menudo traer con lágrimas a la memoria, la que tendrá lugar cuando el mismo Señor vendrá visiblemente en la gloria...: es decir, el día del juicio cuando vendrá visiblemente para juzgar. La primera venida la conocieron muy pocos hombres; en la segunda se manifestará a los justos y a los pecadores tal como lo anuncia el Profeta: «Y toda carne verá la salvación de Dios» (Is 40,5; Lc 3,6)...
Sigamos pues, hermanos muy amados, los ejemplos de los santos padres, vivamos de nuevo su deseo y abrasemos nuestros espíritus del amor y el deseo de Cristo. Sabéis bien que la celebración de este tiempo fue instituida para renovar en nosotros ese deseo que los antiguos Padres tenían de la primera venida del Señor y, con su ejemplo, aprendamos a desear también su retorno. Pensemos en todo el bien que, para nosotros, el Señor llevó a cabo en su primera venida; ¡cuánto mayor aún será lo que llevará a cabo cuando vuelva! Este pensamiento nos ayudará a amar todavía más su venida pasada y desear todavía más su retorno...
Si queremos estar en paz cuando venga, esforcémonos por acoger con fe y amor su primera venida. Mantengámonos fieles en el cumplimiento de las obras que entonces nos manifestó y enseñó. Abriguemos en nuestros corazones el amor del Señor, y a través del amor, el deseo para que, cuando venga el Deseado de las naciones, podamos, con toda confianza, tener los ojos fijos en él.
Sigamos pues, hermanos muy amados, los ejemplos de los santos padres, vivamos de nuevo su deseo y abrasemos nuestros espíritus del amor y el deseo de Cristo. Sabéis bien que la celebración de este tiempo fue instituida para renovar en nosotros ese deseo que los antiguos Padres tenían de la primera venida del Señor y, con su ejemplo, aprendamos a desear también su retorno. Pensemos en todo el bien que, para nosotros, el Señor llevó a cabo en su primera venida; ¡cuánto mayor aún será lo que llevará a cabo cuando vuelva! Este pensamiento nos ayudará a amar todavía más su venida pasada y desear todavía más su retorno...
Si queremos estar en paz cuando venga, esforcémonos por acoger con fe y amor su primera venida. Mantengámonos fieles en el cumplimiento de las obras que entonces nos manifestó y enseñó. Abriguemos en nuestros corazones el amor del Señor, y a través del amor, el deseo para que, cuando venga el Deseado de las naciones, podamos, con toda confianza, tener los ojos fijos en él.
Benedicto XVI: San Esteban el jóven
BENEDICTO XVI
Viernes 26 de diciembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de san Esteban, el primer mártir de la Iglesia, nos sitúa en la luz espiritual del Nacimiento de Cristo. San Esteban, un joven "lleno de fe y de Espíritu Santo", como nos lo presentan los Hechos de los Apóstoles (Hch 6, 5), juntamente con otros seis fue ordenado diácono en la primera comunidad de Jerusalén y, a causa de su predicación ardiente y valiente, fue arrestado y lapidado. En el relato de su martirio hay un detalle que merece destacarse durante este Año paulino y es la anotación de que "los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo" (Hch 7, 58). Aquí aparece por primera vez san Pablo, con su nombre judío, Saulo, en calidad de celoso perseguidor de la Iglesia (cf. Flp 3, 6), pues entonces lo consideraba un deber y un motivo de orgullo. A posteriori, se podrá decir que precisamente el testimonio de san Esteban fue decisivo para su conversión. Veamos de qué manera.
Poco tiempo después del martirio de san Esteban, Saulo, impulsado por el celo contra los cristianos, se dirigió a Damasco para arrestar a los que pudiera encontrar allí. Y mientras se acercaba a la ciudad aconteció su deslumbramiento, la singular experiencia en la que Jesús resucitado se le apareció, le habló y le cambió la vida (cf. Hch 9, 1-9). Cuando Saulo, caído en tierra, escuchó una voz misteriosa que lo llamaba por su nombre y preguntó: "¿Quién eres, Señor?", escuchó como respuesta: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 5).
Saulo perseguía a la Iglesia y había colaborado también en la lapidación de san Esteban; lo había visto morir a causa de los golpes de las piedras y sobre todo había visto el modo como san Esteban había muerto: en todo como Cristo, es decir, orando y perdonando a los que lo mataban (cf. Hch 7, 59-60). En el camino de Damasco Saulo comprendió que al perseguir a la Iglesia estaba persiguiendo a Jesús, muerto y verdaderamente resucitado; a Jesús que vivía en su Iglesia, que vivía también en san Esteban, a quien él había visto morir, pero que ciertamente ahora vivía juntamente con su Señor resucitado.
Podríamos decir que en la voz de Cristo percibió la de san Esteban y, también por su intercesión, la gracia divina le tocó el corazón. Así sucedió que la existencia de san Pablo cambió radicalmente. Desde ese momento Jesús fue su justicia, su santidad, su salvación (cf. 1 Co 1, 30), su todo. Y un día también él seguirá a Jesús por las mismas huellas de san Esteban, derramando su sangre para testimoniar el Evangelio, aquí, en Roma.
Queridos hermanos y hermanas, en san Esteban vemos realizarse los primeros frutos de la salvación que el Nacimiento de Cristo ha traído a la humanidad: la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la luz de la verdad sobre las tinieblas de la mentira. Alabemos a Dios porque esta victoria permite también hoy a muchos cristianos no responder al mal con el mal, sino con la fuerza de la verdad y del amor. Que la Virgen María, Reina de los mártires, obtenga a todos los creyentes la gracia de seguir con valentía este mismo camino.
Viernes 26 de diciembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de san Esteban, el primer mártir de la Iglesia, nos sitúa en la luz espiritual del Nacimiento de Cristo. San Esteban, un joven "lleno de fe y de Espíritu Santo", como nos lo presentan los Hechos de los Apóstoles (Hch 6, 5), juntamente con otros seis fue ordenado diácono en la primera comunidad de Jerusalén y, a causa de su predicación ardiente y valiente, fue arrestado y lapidado. En el relato de su martirio hay un detalle que merece destacarse durante este Año paulino y es la anotación de que "los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo" (Hch 7, 58). Aquí aparece por primera vez san Pablo, con su nombre judío, Saulo, en calidad de celoso perseguidor de la Iglesia (cf. Flp 3, 6), pues entonces lo consideraba un deber y un motivo de orgullo. A posteriori, se podrá decir que precisamente el testimonio de san Esteban fue decisivo para su conversión. Veamos de qué manera.
Poco tiempo después del martirio de san Esteban, Saulo, impulsado por el celo contra los cristianos, se dirigió a Damasco para arrestar a los que pudiera encontrar allí. Y mientras se acercaba a la ciudad aconteció su deslumbramiento, la singular experiencia en la que Jesús resucitado se le apareció, le habló y le cambió la vida (cf. Hch 9, 1-9). Cuando Saulo, caído en tierra, escuchó una voz misteriosa que lo llamaba por su nombre y preguntó: "¿Quién eres, Señor?", escuchó como respuesta: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 5).
Saulo perseguía a la Iglesia y había colaborado también en la lapidación de san Esteban; lo había visto morir a causa de los golpes de las piedras y sobre todo había visto el modo como san Esteban había muerto: en todo como Cristo, es decir, orando y perdonando a los que lo mataban (cf. Hch 7, 59-60). En el camino de Damasco Saulo comprendió que al perseguir a la Iglesia estaba persiguiendo a Jesús, muerto y verdaderamente resucitado; a Jesús que vivía en su Iglesia, que vivía también en san Esteban, a quien él había visto morir, pero que ciertamente ahora vivía juntamente con su Señor resucitado.
Podríamos decir que en la voz de Cristo percibió la de san Esteban y, también por su intercesión, la gracia divina le tocó el corazón. Así sucedió que la existencia de san Pablo cambió radicalmente. Desde ese momento Jesús fue su justicia, su santidad, su salvación (cf. 1 Co 1, 30), su todo. Y un día también él seguirá a Jesús por las mismas huellas de san Esteban, derramando su sangre para testimoniar el Evangelio, aquí, en Roma.
Queridos hermanos y hermanas, en san Esteban vemos realizarse los primeros frutos de la salvación que el Nacimiento de Cristo ha traído a la humanidad: la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la luz de la verdad sobre las tinieblas de la mentira. Alabemos a Dios porque esta victoria permite también hoy a muchos cristianos no responder al mal con el mal, sino con la fuerza de la verdad y del amor. Que la Virgen María, Reina de los mártires, obtenga a todos los creyentes la gracia de seguir con valentía este mismo camino.