EVANGELIO DEL DÍA: 08/08/2010
¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68
XIX Domingo del Tiempo Ordinario
Libro de la Sabiduría 18,6-9.
Aquella noche fue dada a conocer de antemano a nuestros padres, para que, sabiendo con seguridad en qué juramentos habían creído, se sintieran reconfortados.
Tu pueblo esperaba, a la vez, la salvación de los justos y la perdición de sus enemigos;
porque con el castigo que infligiste a nuestros adversarios, tú nos cubriste de gloria, llamándonos a ti.
Por eso, los santos hijos de los justos ofrecieron sacrificios en secreto, y establecieron de común acuerdo esta ley divina: que los santos compartirían igualmente los mismos bienes y los mismos peligros; y ya entonces entonaron los cantos de los Padres.
Salmo 33,1.12.18-19.20-22.
Aclamen, justos, al Señor; es propio de los buenos alabarlo.
¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se eligió como herencia!
Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia.
Nuestra alma espera en el Señor; él es nuestra ayuda y nuestro escudo.
Nuestro corazón se regocija en él: nosotros confiamos en su santo Nombre.
Señor, que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza que tenemos en ti.
Carta a los Hebreos 11,1-2.8-19.
Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven.
Por ella nuestros antepasados fueron considerados dignos de aprobación.
Por la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba.
Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa.
Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.
También por la fe, Sara recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía.
Y por eso, de un solo hombre, y de un hombre ya cercano a la muerte, nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar.
Todos ellos murieron en la fe, sin alcanzar el cumplimiento de las promesas: las vieron y las saludaron de lejos, reconociendo que eran extranjeros y peregrinos en la tierra.
Los que hablan así demuestran claramente que buscan una patria;
y si hubieran pensado en aquella de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar.
Pero aspiraban a una patria mejor, nada menos que la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de llamarse "su Dios" y, de hecho, les ha preparado una Ciudad.
Por la fe, Abraham, cuando fue puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda: él ofrecía a su hijo único, al heredero de las promesas,
a aquel de quien se había anunciado: De Isaac nacerá la descendencia que llevará tu nombre.
Y lo ofreció, porque pensaba que Dios tenía poder, aun para resucitar a los muertos. Por eso recuperó a su hijo, y esto fue como un símbolo.
Evangelio según San Lucas 12,32-48.
No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino.
Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla.
Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón.
Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas.
Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.
¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo.
¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada".
Pedro preguntó entonces: "Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?".
El Señor le dijo: "¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno?
¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentre ocupado en este trabajo!
Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes.
Pero si este servidor piensa: 'Mi señor tardará en llegar', y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse,
su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles.
El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo.
Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más.
Aquella noche fue dada a conocer de antemano a nuestros padres, para que, sabiendo con seguridad en qué juramentos habían creído, se sintieran reconfortados.
Tu pueblo esperaba, a la vez, la salvación de los justos y la perdición de sus enemigos;
porque con el castigo que infligiste a nuestros adversarios, tú nos cubriste de gloria, llamándonos a ti.
Por eso, los santos hijos de los justos ofrecieron sacrificios en secreto, y establecieron de común acuerdo esta ley divina: que los santos compartirían igualmente los mismos bienes y los mismos peligros; y ya entonces entonaron los cantos de los Padres.
Salmo 33,1.12.18-19.20-22.
Aclamen, justos, al Señor; es propio de los buenos alabarlo.
¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se eligió como herencia!
Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia.
Nuestra alma espera en el Señor; él es nuestra ayuda y nuestro escudo.
Nuestro corazón se regocija en él: nosotros confiamos en su santo Nombre.
Señor, que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza que tenemos en ti.
Carta a los Hebreos 11,1-2.8-19.
Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven.
Por ella nuestros antepasados fueron considerados dignos de aprobación.
Por la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba.
Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa.
Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.
También por la fe, Sara recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía.
Y por eso, de un solo hombre, y de un hombre ya cercano a la muerte, nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar.
Todos ellos murieron en la fe, sin alcanzar el cumplimiento de las promesas: las vieron y las saludaron de lejos, reconociendo que eran extranjeros y peregrinos en la tierra.
Los que hablan así demuestran claramente que buscan una patria;
y si hubieran pensado en aquella de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar.
Pero aspiraban a una patria mejor, nada menos que la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de llamarse "su Dios" y, de hecho, les ha preparado una Ciudad.
Por la fe, Abraham, cuando fue puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda: él ofrecía a su hijo único, al heredero de las promesas,
a aquel de quien se había anunciado: De Isaac nacerá la descendencia que llevará tu nombre.
Y lo ofreció, porque pensaba que Dios tenía poder, aun para resucitar a los muertos. Por eso recuperó a su hijo, y esto fue como un símbolo.
Evangelio según San Lucas 12,32-48.
No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino.
Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla.
Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón.
Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas.
Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.
¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo.
¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada".
Pedro preguntó entonces: "Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?".
El Señor le dijo: "¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno?
¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentre ocupado en este trabajo!
Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes.
Pero si este servidor piensa: 'Mi señor tardará en llegar', y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse,
su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles.
El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo.
Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más.
Lc 12,32-48
San Cipriano (hacia 200-258), obispo de Cartago y mártir
Sobre la unidad, 26-27
«Estad a punto»
El Señor veía en sueño nuestro tiempo cuando dijo: «Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,8). Vemos que esta profecía se realiza. Ya nadie cree en el temor de Dios, la ley de la justicia, la caridad, las buenas obras... Todo lo que nuestra conciencia temería, si todavía creyera, no lo teme porque ya no cree. Porque si creyera estaría vigilante; si estuviera en vigilante espera, se salvaría.
Por tanto, mientras somos capaces de ello, desvelémonos, hermanos muy queridos. Vigilemos en observar y cumplir los preceptos del Señor. Seamos tal como él nos ha dejado escrito: «Estad prestos para el servicio y mantened vuestras lámparas encendidas. Sed como los que esperan a que su amo regrese de sus bodas para abrirle, tan pronto llegue y llame a la puerta. Dichosos los siervos a quienes su amo, al llegar, encuentre vigilantes».
Sí, permanezcamos en traje de servicio por miedo a que, cuando llegue el día de partir, no nos encuentre turbados y enredados. Que nuestra luz brille y resplandezcan las buenas obras, que nos lleve de la noche de este mundo a la luz y a la caridad eternas. Esperemos cuidadosa y prudentemente la repentina llegada del Señor a fin de que, cuando llame a la puerta, nuestra fe esté despierta para recibir del Señor la recompensa de la vigilancia. Si observamos estos preceptos, si estamos atentos a sus preceptos y advertencias, las ardides engañosas del Acusador no nos harán sucumbir durante el sueño. Sino que, siendo reconocidos como vigilantes siervos, reinaremos con Cristo triunfante.
Por tanto, mientras somos capaces de ello, desvelémonos, hermanos muy queridos. Vigilemos en observar y cumplir los preceptos del Señor. Seamos tal como él nos ha dejado escrito: «Estad prestos para el servicio y mantened vuestras lámparas encendidas. Sed como los que esperan a que su amo regrese de sus bodas para abrirle, tan pronto llegue y llame a la puerta. Dichosos los siervos a quienes su amo, al llegar, encuentre vigilantes».
Sí, permanezcamos en traje de servicio por miedo a que, cuando llegue el día de partir, no nos encuentre turbados y enredados. Que nuestra luz brille y resplandezcan las buenas obras, que nos lleve de la noche de este mundo a la luz y a la caridad eternas. Esperemos cuidadosa y prudentemente la repentina llegada del Señor a fin de que, cuando llame a la puerta, nuestra fe esté despierta para recibir del Señor la recompensa de la vigilancia. Si observamos estos preceptos, si estamos atentos a sus preceptos y advertencias, las ardides engañosas del Acusador no nos harán sucumbir durante el sueño. Sino que, siendo reconocidos como vigilantes siervos, reinaremos con Cristo triunfante.
Santo Domingo de Guzmán
Santo Domingo de Guzmán
El fundador de los Padres Dominicos, que son ahora 6,800 en 680 casas en el mundo, nació en Caleruega, España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, era una mujer admirable en virtudes y ha sido declarada Beata. Lo educó en la más estricta formación religiosa. A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia en cuya casa trabajaba y estudiaba. La gente decía que en edad era un jovencito pero que en seriedad parecía un anciano.
Su goce especial era leer libros religiosos, y hacer caridad a los pobres. En un viaje que hizo, acompañando a su obispo por el sur de Francia, se dio cuenta de que los herejes habían invadido regiones enteras y estaban haciendo un gran mal a las almas. Y el método que los misioneros católicos estaban empleando era totalmente inadecuado. Los predicadores llegaban en carruajes elegantes, con ayudantes y secretarios, y se hospedaban en los mejores hoteles, y su vida no era ciertamente un modelo de la mejor santidad.
Y así de esa manera las conversiones de herejes que conseguían, eran mínimas. Domingo se propuso un modo de misionar totalmente diferente. Vio que a las gentes les impresionaba que el misionero fuera pobre como el pueblo. Que viviera una vida de verdadero buen ejemplo en todo. Y que se dedicara con todas sus energías a enseñarles la verdadera religión. Se consiguió un grupo de compañeros y con una vida de total pobreza, y con una santidad de conducta impresionante, empezaron a evangelizar con grandes éxitos apostólicos. Sus armas para convertir eran la oración, la paciencia, la penitencia, y muchas horas dedicadas a instruir a los ignorantes en religión.
Cuando algunos católicos trataron de acabar con los herejes por medio de las armas, o de atemorizarlos para que se convirtieran, les dijo: «Es inútil tratar de convertir a la gente con la violencia. La oración hace más efecto que todas las armas guerreras. No crean que los oyentes se van a conmover y a volver mejores por que nos ven muy elegantemente vestidos. En cambio con la humildad sí se ganan los corazones». En agosto de 1216 fundó Santo Domingo su Comunidad de predicadores, con 16 compañeros que lo querían y le obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los envió a predicar, y la nueva comunidad tuvo una bendición de Dios tan grande que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, y se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en la de París y en la de Bolonia. El gran fundador le dieron a sus religiosos unas normas que les han hecho un bien inmenso por muchos siglos.
Por ejemplo estas: Primero contemplar, y después enseñar: dedicar tiempo y muchos esfuerzos a estudiar y meditar las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia; después sí predicar con todo el entusiasmo posible.- Predicar siempre y en todas partes. Santo Domingo quiere que el oficio principalísimo de sus religiosos sea predicar, catequizar, propagar las enseñanzas católicas por todos los medios posibles. Y él mismo daba el ejemplo: donde quiera que llegaba empleaba la mayor parte de su tiempo en predicar y enseñar catecismo.
Era el hombre de la alegría, y del buen humor. La gente lo veía siempre con rostro alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: «De día nadie más comunicativo y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación». Pasaba noches enteras en oración. Era de pocas palabras cuando se hablaba de temas mundanos, pero cuando había que hablar de Nuestro Señor y de temas religiosos entonces sí que charlaba con verdadero entusiasmo. Sus libros favoritos eran el Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo para leerlos día por día y prácticamente se los sabía de memoria.
A sus discípulos les recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo Testamento o del Antiguo. Totalmente desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios a principios de agosto del año 1221 se sintió falto de fuerzas, estando en Bolonia, la ciudad donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón porque no tenía.
Y el 6 de agosto de 1221, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes cuando le decían: «Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte», dijo: «¡Qué hermoso, qué hermoso!» y expiró. A los 13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice lo declaró santo y exclamó al proclamar el decreto de su canonización: «De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo».
Oremos
Que tu Iglesia, Señor encuentre siempre luz en las enseñanzas de Santo Domingo y protección en sus méritos: que él, que durante su vida fue predicador insigne de la verdad, sea ahora para nosotros un eficaz intercesor ante ti. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo
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