EVANGELIO DEL DÍA: 24/03/2010
¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68
Miércoles de la V Semana de Cuaresma
Libro de Daniel 3,14-20.91-92.95.
Nabucodonosor tomó la palabra y les dijo: "¿Es verdad Sadrac, Mesac y Abed Negó, que ustedes no sirven a mis dioses y no adoran la estatua de oro que yo erigí?
¿Están dispuestos ahora, apenas oigan el sonido de la trompeta, el pífano, la cítara, la sambuca, el laúd, la cornamusa y de toda clase de instrumentos, a postrarse y adorar la estatua que yo hice? Porque si ustedes no la adoran, serán arrojados inmediatamente dentro de un horno de fuego ardiente. ¿Y qué Dios podrá salvarlos de mi mano?".
Sadrac, Mesac y Abed Negó respondieron al rey Nabucodonosor, diciendo: "No tenemos necesidad de darte una respuesta acerca de este asunto.
Nuestro Dios, a quien servimos, puede salvarnos del horno de fuego ardiente y nos librará de tus manos.
Y aunque no lo haga, ten por sabido, rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que tú has erigido".
Nabucodonosor se llenó de furor y la expresión de su rostro se alteró frente a Sadrac, Mesac y Abed Negó. El rey tomó la palabra y ordenó activar el horno siete veces más de lo habitual.
Luego ordenó a los hombres más fuertes de su ejército que ataran a Sadrac, Mesac y Abed Negó, para arrojarlos en el horno de fuego ardiente.
Entonces el rey Nabucodonosor, estupefacto, se levantó a toda prisa y preguntó a sus consejeros: «¿No hemos echado nosotros al fuego a estos tres hombres atados?» Respondieron ellos: «Indudablemente, oh rey.»
Dijo el rey: «Pero yo estoy viendo cuatro hombres que se pasean libremente por el fuego sin sufrir daño alguno, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de los dioses.»
Nabucodonosor exclamó: «Bendito sea el Dios de Sadrak, Mesak y Abed Negó, que ha enviado a su ángel a librar a sus siervos que, confiando en él, quebrantaron la orden del rey y entregaron su cuerpo antes que servir y adorar a ningún otro fuera de su Dios.
Libro de Daniel 3,52-56.
«Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado eternamente. Bendito el santo nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente.
Bendito seas en el templo de tu santa gloria, cantado, enaltecido eternamente.
Bendito seas en el trono de tu reino, cantado, exaltado eternamente.
Bendito tú, que sondas los abismos, que te sientas sobre querubines, loado, exaltado eternamente.
Bendito seas en el firmamento del cielo, cantado, glorificado eternamente.
Evangelio según San Juan 8,31-42.
Jesús dijo a aquellos judíos que habían creído en él: "Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos:
conocerán la verdad y la verdad los hará libres".
Ellos le respondieron: "Somos descendientes de Abraham y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir entonces: 'Ustedes serán libres'?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado.
El esclavo no permanece para siempre en la casa; el hijo, en cambio, permanece para siempre.
Por eso, si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres.
Yo sé que ustedes son descendientes de Abraham, pero tratan de matarme porque mi palabra no penetra en ustedes.
Yo digo lo que he visto junto a mi Padre, y ustedes hacen lo que han aprendido de su padre".
Ellos le replicaron: "Nuestro padre es Abraham". Y Jesús les dijo: "Si ustedes fueran hijos de Abraham obrarían como él.
Pero ahora quieren matarme a mí, al hombre que les dice la verdad que ha oído de Dios. Abraham no hizo eso.
Pero ustedes obran como su padre". Ellos le dijeron: "Nosotros no hemos nacido de la prostitución; tenemos un solo Padre, que es Dios". Jesús prosiguió:
"Si Dios fuera su Padre, ustedes me amarían, porque yo he salido de Dios y vengo de él. No he venido por mí mismo, sino que él me envió.
Nabucodonosor tomó la palabra y les dijo: "¿Es verdad Sadrac, Mesac y Abed Negó, que ustedes no sirven a mis dioses y no adoran la estatua de oro que yo erigí?
¿Están dispuestos ahora, apenas oigan el sonido de la trompeta, el pífano, la cítara, la sambuca, el laúd, la cornamusa y de toda clase de instrumentos, a postrarse y adorar la estatua que yo hice? Porque si ustedes no la adoran, serán arrojados inmediatamente dentro de un horno de fuego ardiente. ¿Y qué Dios podrá salvarlos de mi mano?".
Sadrac, Mesac y Abed Negó respondieron al rey Nabucodonosor, diciendo: "No tenemos necesidad de darte una respuesta acerca de este asunto.
Nuestro Dios, a quien servimos, puede salvarnos del horno de fuego ardiente y nos librará de tus manos.
Y aunque no lo haga, ten por sabido, rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que tú has erigido".
Nabucodonosor se llenó de furor y la expresión de su rostro se alteró frente a Sadrac, Mesac y Abed Negó. El rey tomó la palabra y ordenó activar el horno siete veces más de lo habitual.
Luego ordenó a los hombres más fuertes de su ejército que ataran a Sadrac, Mesac y Abed Negó, para arrojarlos en el horno de fuego ardiente.
Entonces el rey Nabucodonosor, estupefacto, se levantó a toda prisa y preguntó a sus consejeros: «¿No hemos echado nosotros al fuego a estos tres hombres atados?» Respondieron ellos: «Indudablemente, oh rey.»
Dijo el rey: «Pero yo estoy viendo cuatro hombres que se pasean libremente por el fuego sin sufrir daño alguno, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de los dioses.»
Nabucodonosor exclamó: «Bendito sea el Dios de Sadrak, Mesak y Abed Negó, que ha enviado a su ángel a librar a sus siervos que, confiando en él, quebrantaron la orden del rey y entregaron su cuerpo antes que servir y adorar a ningún otro fuera de su Dios.
Libro de Daniel 3,52-56.
«Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado eternamente. Bendito el santo nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente.
Bendito seas en el templo de tu santa gloria, cantado, enaltecido eternamente.
Bendito seas en el trono de tu reino, cantado, exaltado eternamente.
Bendito tú, que sondas los abismos, que te sientas sobre querubines, loado, exaltado eternamente.
Bendito seas en el firmamento del cielo, cantado, glorificado eternamente.
Evangelio según San Juan 8,31-42.
Jesús dijo a aquellos judíos que habían creído en él: "Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos:
conocerán la verdad y la verdad los hará libres".
Ellos le respondieron: "Somos descendientes de Abraham y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir entonces: 'Ustedes serán libres'?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado.
El esclavo no permanece para siempre en la casa; el hijo, en cambio, permanece para siempre.
Por eso, si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres.
Yo sé que ustedes son descendientes de Abraham, pero tratan de matarme porque mi palabra no penetra en ustedes.
Yo digo lo que he visto junto a mi Padre, y ustedes hacen lo que han aprendido de su padre".
Ellos le replicaron: "Nuestro padre es Abraham". Y Jesús les dijo: "Si ustedes fueran hijos de Abraham obrarían como él.
Pero ahora quieren matarme a mí, al hombre que les dice la verdad que ha oído de Dios. Abraham no hizo eso.
Pero ustedes obran como su padre". Ellos le dijeron: "Nosotros no hemos nacido de la prostitución; tenemos un solo Padre, que es Dios". Jesús prosiguió:
"Si Dios fuera su Padre, ustedes me amarían, porque yo he salido de Dios y vengo de él. No he venido por mí mismo, sino que él me envió.
Jn 8,31-42
Orígenes (hacia 185-253), presbítero y teólogo
Homilías sobre el Éxodo, nº 8
«Si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos: conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»
«Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Ex 20,2). Estas palabras no se dirigen solamente a los que, antaño, salieron de Egipto; se dirigen, principalmente a ti que las escuchas ahora si, a pesar de todo, sales de Egipto... Reflexiona: los quehaceres de este mundo y las acciones de la carne ¿no serán esta esclavitud, y al contrario, la huida de las cosas de este mundo y la vida según Dios no serán la libertad, según lo que dice el Señor en el Evangelio: «Si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos: conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»?
Sí, Egipto es la esclavitud; Jerusalén y Judea, la libertad. Escucha lo que dice el apóstol refiriéndose a ello...: «La Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre» (Gal 4,26). Y, así como a Egipto, que es una provincia terrestre, se la llama casa de la esclavitud, Jerusalén y Judea es, para los hijos de Israel, casa de la libertad; así, de igual manera, se puede decir que la Jerusalén celeste es la madre de la libertad, y el mundo entero con todo lo que es suyo es una casa de esclavitud. En otro tiempo hubo, como castigo del pecado, un lugar de paso del paraíso de la libertad a la esclavitud de este mundo...; por eso la primera palabra con la que empiezan los mandamientos se refiere a la libertad: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado de la tierra de Egipto, de la esclavitud».
Sí, Egipto es la esclavitud; Jerusalén y Judea, la libertad. Escucha lo que dice el apóstol refiriéndose a ello...: «La Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre» (Gal 4,26). Y, así como a Egipto, que es una provincia terrestre, se la llama casa de la esclavitud, Jerusalén y Judea es, para los hijos de Israel, casa de la libertad; así, de igual manera, se puede decir que la Jerusalén celeste es la madre de la libertad, y el mundo entero con todo lo que es suyo es una casa de esclavitud. En otro tiempo hubo, como castigo del pecado, un lugar de paso del paraíso de la libertad a la esclavitud de este mundo...; por eso la primera palabra con la que empiezan los mandamientos se refiere a la libertad: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado de la tierra de Egipto, de la esclavitud».
Beato Diego José de Cádiz
(1743-1801)
Treinta años de activísima vida misionera no caben en unas páginas. No es posible reducir a tan breve síntesis la labor de este apóstol capuchino, que, siempre a pie, recorrió innumerables veces Andalucía entera en todas direcciones; que se dirigió después a Aranjuez y Madrid, sin dejar de misionar a su paso por los pueblos de la Mancha y de Toledo; que emprendió más tarde un largo viaje desde Roma hasta Barcelona, predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón, y a la vuelta por todo Levante; que salió, aunque ya enfermo, de Sevilla y, atravesando Extremadura y Portugal, llegó hasta Galicia y Asturias, regresando por León y Salamanca.
Pero hay que recordar, además, que en sus misiones hablaba varias horas al día a muchedumbres de cuarenta y aun de sesenta mil almas (y al aire libre, porque nuestras más gigantescas catedrales eran insuficientes para cobijar a tantos millares de personas, que anhelaban oírle como a un «enviado de Dios»); que tuvo por oyentes de su apostólica palabra, avalada siempre por la santidad de su vida, a los príncipes y cortesanos por un lado y a los humildes campesinos por otro, a los intelectuales y universitarios y a las clases más populares, al clero en todas sus categorías y a los ejércitos de mar y tierra, a los ayuntamientos y cabildos eclesiásticos y a los simples comerciantes e industriales y aun a los reclusos de las cárceles; que intervino con su consejo personal y con su palabra escrita, bien por dictámenes más o menos públicos, bien por su casi infinita correspondencia epistolar, en los principales asuntos de su época y en la dirección de muchas conciencias; que escribió tal cantidad de sermones, de obras ascéticas y devocionales, que, reunidas, formarían un buen número de volúmenes; que caminaba siempre a pie, con el cuerpo cubierto por áspero cilicio, pero alimentando su alma con varias horas de oración mental al día; y que, si le seguía un cortejo de milagros y de conversiones ruidosas, también supo de otro cortejo doloroso de ingratitudes, de incomprensiones y aun de persecuciones, hasta morir envuelto en un denigrante proceso inquisitorial.
¿Cómo describir, siquiera someramente, tan inmensa labor? La amplitud portentosa de aquella vida, tan extraordinariamente rica de historia y de fecundidad espiritual, durante los últimos treinta años del siglo XVIII, a lo largo y ancho de la geografía peninsular, se resiste a toda síntesis. Sólo de la Virgen Santísima, a la que especialmente veneraba bajo los títulos de Pastora de las almas y de la paz, predicó más de cinco mil sermones. Y seguramente pasaron de veinte mil los que predicó en su vida de misiones, las cuales duraban diez, quince y aun veinte días en cada ciudad.
La misión concreta de su vida y el porqué de su existencia podría resumirse en esta sola frase: fue el enviado de Dios a la España oficial de fines de aquel siglo y el auténtico misionero del pueblo español en el atardecer de nuestro Imperio.
Nuestros intelectuales de entonces y las clases directoras, con el consentimiento y aun con el apoyo de los gobernantes, abrían las puertas del alma española a la revolución que nos venía de allende el Pirineo, disfrazada de «ilustración», de maneras galantes, de teorías realistas. Todo ello producía, arriba, la «pérdida de Dios» en las inteligencias. Luego vendría la «pérdida de Dios» en las costumbres del pueblo. Aquella invasión de ideas sería precursora de la invasión de armas napoleónicas que vendría después.
No todos vieron a dónde iban a parar aquellas tendencias ni cuáles serían sus funestos resultados. Pero fray Diego los vio con intuición penetrante –y mejor diríamos profética–, ya desde sus primeros años de sacerdocio. Por eso escribía: «¡Qué ansias de ser santo, para con la oración aplacar a Dios y sostener a la Iglesia santa! ¡Qué deseo de salir al público, para, a cara descubierta, hacer frente a los libertinos!... ¡Qué ardor para derramar mi sangre en defensa de lo que hasta ahora hemos creído!»
Dios le había escogido para hacerle el nuevo apóstol de España, y su director espiritual se lo inculcaba repetidas veces: «Fray Diego misionero es un legítimo enviado de Dios a España». Y convencido de ello, el santo capuchino se dirige a las clases rectoras y a las masas populares. Entre la España tradicional que se derrumba y la España revolucionaria que pronto va a nacer, él toma sus posiciones, que son: ponerse al servicio de la fe y de la patria y presentar la batalla a la «ilustración». Había que evitar esa «pérdida de Dios» en las inteligencias y fortalecer la austeridad de costumbres en la masa popular. Y cuando vio rechazada su misión por la España oficial (¡cuánta parte tuvieron en ello Floridablanca, Campomanes y Godoy...!), se dirigió únicamente al auténtico pueblo español, con el fin de prepararle para los días difíciles que se avecinaban.
En su misión de Aranjuez y Madrid (1783) el Beato se dirigió a la corte. Pero los ministros del rey impidieron solapadamente que la corte oyera la llamada de Dios. Intentó también fray Diego traer al buen camino a la vanidosa María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV. Pero, convencido más tarde de que nada podía esperar, sobre todo cuando Godoy llegó a privado insustituible de Palacio, el santo misionero rompió definitivamente con la corte, llegando a escribir, más tarde, con motivo de un viaje de los reyes a Sevilla: «No quiero que los reyes se acuerden de mí».
Para cumplir fielmente su misión, el Beato recibió de Dios carismas extraordinarios, que podríamos recapitular en estos tres epígrafes: comunicaciones místicas que lo sostuvieran en su empresa, don de profecía y multiplicación continua de visibles milagros.
Pero Dios no se lo dio todo hecho. Hay quienes, conociéndole sólo superficialmente, no ven en él más que al misionero del pueblo que predica con celo de apóstol, acentos de profeta y milagros de santo. Pero junto al orador, al santo, al profeta y al apóstol, aparece también a cada momento el hombre. También él siente las acometidas de la tentación carnal; también él se apoca y sufre cuando se le presenta la contradicción; también él experimenta dificultades y desganas para cumplir su misión; y aun sólo «a costa de estudio y de trabajo» –dice él– logra escribir lo que escribe. Y a pesar de todo, nada de «tremendismo» en su predicación, como no fuera en contados momentos, cuando el impulso divino le arrebata a ello. Y así, mientras otros piden a Dios el remedio de los pueblos por medio de un castigo misericordioso, «yo lo pido –escribe– por medio de una misericordia sin castigo». Y no se olvide que vivió en los peores tiempos del rigorismo. ¿Y cómo no iba a ser así, si él fue siempre, como buen franciscano y neto andaluz, santamente humano y alegre, ameno en sus conversaciones y gracioso hasta en los milagros que hacía?
Pero el celo de la gloria de Dios y el bien de las almas le dominaron de suerte que ello solo explica aquel perfecto dominio de sus debilidades humanas, aquella actividad pasmosa, lo mismo predicando que escribiendo, y aquel idear disparates: como el deseo de no morir, para seguir siempre misionando; o el de misionar entre los bienaventurados del cielo o los condenados del infierno; o el de marcharse a Francia, cuando tuvo noticias de los sucesos de París en 1793, para reducir a buen camino a los libertinos y forajidos de la Revolución Francesa.
Dícese de Napoleón que, desterrado ya en Santa Elena, exclamaba recordando sus victorias y su derrota definitiva: «La desgraciada guerra de España es la que me ha derribado». Pero esta guerra no la vencieron nuestros reyes ni nuestros intelectuales; la venció aquel pueblo que había recibido con sumisión y fidelidad las enseñanzas del «enviado de Dios». Este pueblo, fiel a la misión de fray Diego, no traicionó a su fe ni a su patria; los intelectuales y gobernantes, que habían rechazado esa misión, traicionaron a su patria, porque ya habían traicionado a su fe.
Sólo Dios puede medir y valorar –como sólo Él los puede premiar– los frutos que produjo la constante y difícil, fecunda y apostólica actividad misionera del Beato Diego José de Cádiz. Describiendo él su vocación religiosa decía: «Todo mi afán era ser capuchino, para ser misionero y santo». Y lo fue. Realizó a maravilla este triple ideal. Su vida fue un don que Dios concedió a España a fines del XVIII. Por la gracia de Dios y sus propios méritos, fray Diego fuecapuchino, misionero y santo.
Serafín de Ausejo, O.F.M.Cap.,
Beato Diego José de Cádiz, en Año Cristiano, Tomo I,
Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 684- 687
Beato Diego José de Cádiz, en Año Cristiano, Tomo I,
Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 684- 687
Todo lo que para mí era ganancia lo he estimado pérdida comparado con Cristo. Más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él, lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo. Flp. 3, 7-8
Calendario de Fiestas Marianas: Víspera de la Anunciación instituída por Gregorio II.
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